
La sola observación del absurdo, inútil y aleatorio comportamiento de las moscas en una habitación cualquiera una tibia tarde de verano, definitivamente nos indica la carencia absoluta de una inteligencia superior en el diseño original del Universo. Porque la pregunta existencialista por excelencia no es si existe o no un dios, sino cuál habría sido el objeto que lo habría motivado para realizar su supuesta Creación.
Desde niños nos enseñaron que cada ser vivo cumple un rol en la naturaleza, por pequeño que éste sea, que ese ser sería parte fundamental de un equilibrio natural que hace que todo sea un “orden” magnífico producto de una Causa anterior.
Lo que es científicamente comprobable, incluso con una somera revisión de los antecedentes que cualquier persona tiene a la vista, es constatar, por ejemplo, que la desaparición paulatina de los demonios de Tasmania, en la isla del mismo nombre, rompe peligrosamente los equilibrios naturales de ese territorio sudaustraliano. Y ejemplos como éste abundan. Los canales de televisión de la vida salvaje así lo muestran todos los días en programas que se repiten de cuando en cuando.
Sin ser experto en marsupiales en vías de extinción ni menos en la biodiversidad tasmana, puedo suponer, más allá de las conclusiones de la gente especializada que lo haya investigado, que la ausencia definitiva del irascible animalejo provocaría el aumento de cualquiera de las especies de animales que son parte de su dieta alimenticia como potorúes, wombats, roedores de diverso tipo, e incluso pequeños canguros. En la misma línea de reflexión, podríamos deducir que si las crías de tilacino no hubieran sido uno de los platos favoritos del mentado demonio, quizás aún contaríamos con esa especie de lobo marsupial recorriendo los densos bosques de la exótica isla.
Son sólo conjeturas de un distraído, es cierto, no me he dedicado a escarbar los archivos de la Sociedad Zoológica de la Universidad de Rosengreen, ni he revisado los informes de la Exploration Geographic Society al respecto, tampoco tengo amigos cercanos familiarizados con estos temas que hayan compartido conmigo algún antecedente de una investigación relacionada con los temas que he señalado, por lo tanto, por muy plausible que parezca, pueden ser todas, puras ideas mías.
Pero lo que no son ideas mías, sino resultado de una fina, constante y acuciosa observación, es el comportamiento de las moscas, el confuso devenir aéreo de estos desagradables dípteros domésticos en una habitación cualquier tibia tarde de verano. Comportamiento que por cierto no ha sido investigado, no al menos, con la fina, constante y acuciosa observación antes señalada. Quisiera aclarar que al decir “domésticos” no me refiero a que estos insectos voladores hayan sido “domesticados”, como si se ha hecho por ejemplo con las pulgas que participan en algunos espectáculos circenses, sino más bien porque su carácter de insecto cercano a las casas y a las personas, que cohabitan los espacios del “domus”, le entrega esa categoría, a diferencia de especies similares que viven lejanas en los bosques de Pembuang o en las profundidades de las montañas de Virunga.
Asimismo, y sólo con el afán de precisar muy bien los términos empleados, dada la seriedad del texto en cuestión, digo “tibia tarde de verano” porque el experimento no funciona en una fría mañana de invierno, y quizás quién sabe si funcione en temporadas más templadas como otoño o primavera. Lo que sí resulta evidente es que el experimento se manifiesta plenamente en las tibias tardes de verano.
Muchos podrán corroborar que luego de un contundente almuerzo estival, en plenas vacaciones, con todo el tiempo libre por delante, y con los deseos infinitos de entregarse mansamente a los brazos de Morfeo en cualquier rincón de la casa, aparecen intempestivamente tres o cuatro moscas revoloteando como dentro de un cubo invisible que no toca paredes, tampoco toca muebles ni lámparas, y que circunscribe el periplo de los atontados dípteros a un espacio vital cúbico determinado, como si ese cubo imaginario fuera su propio universo curvo e infinito. Van y vienen, suben y bajan en irregulares vueltas sobre sí mismas respetando escrupulosamente la delimitación antes referida, como una frontera espacial y gravitacional imposible de traspasar, como ; no se topan entre ellas ni tampoco chocan, es como si tuvieran campos magnéticos que las ayuda a repelerse mutuamente para evitar una colisión. Su plan de vuelo parece improvisado en cada aleteo y su vuelta y revuelta como si fueran producto de un designio invisible. No van a ninguna parte, no buscan alimento tampoco posar sus frágiles patas sobre superficie alguna, su incansable revolotear no tiene vestigios de ser una etérea danza sexual.
No es un caso único en la naturaleza, al menos en la vida de las especies animales que viven cerca del ser humano, tan cerca como para ser observadas sin necesidad de establecer el celo de ningún experimento científico que se precie de tal. Baste observar el paseo del gato en el living de la casa, la vuelta del perro, el colosal planeo de las golondrinas sobre la yerba seca recortando el azul profundo del cielo. Todo parece fuera de un supuesto control inteligente, una especie de vida natural rebelde de rebeldía, todo parece un proceso indiferente de una matriz programada, escéptica de una misión trascendente; sólo se advierte de soslayo la casualidad que todo lo gobierna, la fortuna imperatrix mundi que establece la aleatoriedad de la existencia sólo regulada por el acomodo o la evolución, la búsqueda de lo simple, del camino corto, del atajo y la economía que ordena los cuerpos celestes aquí y allá. A la suerte del tiempo y del cambio. Nada más.
No parece lógico, ni siquiera en dimensiones divinas, la programación de un proceso evolutivo lento y complejo sólo para que en el final de la historia uno de esos seres evolucionados se transformara en el sapiens que somos todos nosotros. ¿Por qué no haberlo hecho instantáneamente, cuál sería el sentido de haberlo hecho así en forma tan lenta y paulatina, si el objetivo es la creación de un hombre y una mujer, por qué planificar una larga evolución, sometida a los avatares propios de la selección y la adaptación de las especies al entono?
¿La pareja que salió expulsada del Edén era peluda y tenía los brazos largos?
¿No será mejor reconocer que el hombre es el resultado de una larga casualidad adaptativa de causa y efectos?
No está en duda la función de la mosca común en el ecosistema, se han escrito litros de tinta al respecto, podemos encontrar por ejemplo, el detalle del rol que cumplen los dípteros en general, y las especies de moscas en particular, en el estupendo tratado Universelle Untersuchung des Verhaltens von Fliegen im Ökosystem, en español, Estudio Universal del Comportamiento de las Moscas en el Ecosistema, de la Universidad de Johannestadt de Dresde. Sin embargo, el estupendo estudio publicado en 1932, no explica la razón de los movimientos aleatorios de las moscas en un recinto cerrado en tiempos de calor. En esa parte del Capítulo VIII, el autor, Dr. Heinrich Kauffman, es vago, ambiguo e inaprensible, prefiere hacer un análisis comparativo con los vuelos de otros dípteros del sur de Alemania, detallar acuciosamente el proceso evolutivo de las moscas del Báltico, describir el tiempo en que las larvas del insecto demoran en eclosionar y observar detenidamente la cópula de las distintas especies analizadas entre los años 1916 y 1930. Como si esa información desentrañara el misterio de la Creación o descubriera las claves del origen de todo.
Ante las consultas de organizaciones científicas en el Quinto Encuentro Mundial de Entomología, realizado en Chicago en 1942, acerca de la deliberada omisión de aspectos tan importantes del comportamiento dipteril, Kauffman nuevamente distrajo la atención de los especialistas anunciando un nuevo estudio acerca del comportamiento asexuado de las abejas en el retorno al panal, lo que generó inmediatamente el interés académico y de la prensa especializada. El 28 de mayo, día de la clausura del encuentro, mismo día que México le declaró la guerra a Alemania, el New York Century Post, en una nota destacada, publicaba el anuncio realizado por Kauffman respecto del estudio de las abejas, lo que hizo olvidar los vacíos respecto del vuelo de las moscas en un espacio cerrado, omitido en su libro.
Pues bien, yo no tengo ninguno de esos libros, no he tenido acceso directo a las lecturas ni amigos que estén más sensibilizados con el tópico que me hayan explicado los alcances más profundos del tema, sólo la lectura de una crónica en una vieja revista de variedades en la casa de campo de Santa Elvira, donde por casualidad leí un resumen de esta historia. Siempre fue mi preocupación comprender cabalmente el comportamiento de las moscas, aún más, creo que fue cuando niño, precisamente en alguna de esas tardes de verano en Santa Elvira, que descubrí mi preocupación al respecto, la observación inequívoca del comportamiento latamente descrito y las elucubraciones existenciales que estas preocupaciones incumben.
Durante largas horas, en el hastío de la siesta, observaba atento a las moscas deambular dentro de ese cubo imaginario, antes de que bajara un poco el calor y saliéramos a pasear al lago a refrescarnos. Las moscas indiferentes a las corrientes de aire o apertura de puertas y ventanas, seguían ahí, en su celeste plan de revolotear dentro de la habitación, mientras nosotros salíamos a caminar cortando la monotonía de los campos de altas espigas. Era el año 1980, casi 40 años después de que Kauffman decidió quedarse en EE.UU. y no volver a la U. de Johannesdtadt. A pesar de sus vacíos investigativos fue contratado por la Universidad de Ventura en California, donde olvidó sus estudios acerca de las moscas comunes y comenzó a investigar acerca de otras familias de dípteros como la mosca pecho amarillo, la mosca roja de Borneo, la mosca oriental del Urubamba, o insectos de la familia aunque más lejanos como los mosquitos de Guam, el tábano andino o el colihuacho yumbelensis.
Desde entonces, siempre supe que el destino del escurridizo Dr. Kauffman quedaba unido al mío en la duda existencial permanente respecto del diseño inteligente. Siempre entendí que algo se había descubierto que pondría en duda las creencias milenarias respecto a lo Superior, algo que el propio Kauffman no se atrevería a confesar, no al menos en un momento de la historia que los espíritus conturbados y las energías vitales estaban concentradas en los horrores de la inminencia de una guerra que dejó millones de muertos y millones de asesinados por el odio racial. Entendí entonces que la simple observación del inútil volar de las moscas asociado al crimen más horroroso de la humanidad, no tendría que ver tanto con la ausencia de una causa divina, aunque sí, sino más bien con la constatación fría y definitiva de que el destino del hombre, su sociedad y los dípteros que habitan cerca de él, actúan fortuitamente, en un proceso evolutivo acumulativo de causas y efectos, de selección y adaptación, sin sentido. Un sinsentido que me alegra y tranquiliza, porque uno puede llenarlo con el significado que cada uno quiera. El que a cada uno le haga sentido, en la medida que una y no separe, que edifique y no demuela. Los males de la humanidad lo causamos los hombres y las bondades de nuestra existencia también, es decir la prescindencia divina se hace carne en la más doméstica de las actividades universales: vivir.
Al final del día volvíamos del lago, el atardecer era todavía tibio, la revista estaba ahí tirada en el viejo sofá de la casona de campo, el olor a pan amasado tostado llena el espacio de la sala, por la ventana se ve cómo el cielo se torna anaranjado mientras las moscas siguen dando vueltas incansables en su mágico cubo invisible. Kauffman murió en 1963, así se lee en la revisita, un infarto lo sorprendió en su jardín de Santa Mónica cortando rosas, las mismas que tantos millones de años, dice la leyenda, Dios se demoró en crear.