Pascua, conciencia, pescados y mariscos

Más allá de la fe, a los homos sapiens como uno, con nuestra capacidad intelectual y nuestra conciencia desarrollada durante millones de años, nos resulta complicado comprender eso de que por la muerte de Jesucristo fuimos liberados del pecado original, que a Él lo habría enviado su padre para salvar a la humanidad. Y no me refiero estrictamente a una compleja explicación científica sino sólo a una sencilla explicación teológica, tal vez sí desde un punto de vista meramente simbólico, es decir, como una metáfora religiosa que supone un proceso iniciático del hombre en su progreso moral evolutivo. Sin embargo, el sentido está bastante lejos de esa interpretación secular tan personal.

Cuesta entender también que cada niño que nace, al menos en estas comarcas de Occidente, nazcan con el pecado original, que inocentes criaturas vengan al mundo cargando la culpa del pecado de sus padres, antecesores, qué se yo, de la humanidad misma; y que ese pecado hoy desaparezca por arte de magia en la concreción de un rito sacramental.

Pero volvamos al pecado original. Desde la antigüedad, es decir antes de la caída del Imperio Romano, se estructuró, como todos saben, el canon del cristianismo, y entre ellos, la necesidad de conmemorar la Semana Santa. En esta semana se concentra lo sustancial de la fe, los elementos que dan forma a una creencia que por 17 siglos ha instalado en el mundo (occidental al menos) una matriz de pensamiento fundada en una Verdad única respecto de los temas esenciales de la filosofía, es decir en la respuesta ontológica de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Respuestas todas que se simplifican muy bien con una palabra que lo abarca todo que todas la mencionan y que con seguridad cada uno entiende distintos significados, pero para la Iglesia eso da lo mismo, la dispersión de significados del concepto, incluso sirve para los intereses de la institución que mete a todos como en una bolsa de cachureos los distintos tipos de fe y creencias que habitan en las conciencias adoctrinadas de los creyentes. Esa es la palabra Dios.

La historia señala que fue a principios del siglo III cuando más bien por una conveniencia política, el emperador Constantino en el edicto de Milán, consagra en Roma una especie de libertad de culto, que en términos prácticos autorizaba la profesión del cristianismo en todos los rincones del Imperio. Ello, ciertamente no fue consecuencia de un cambio voluntario de sus propias creencias, ya que entonces el mandatario romano, como parte importante del Imperio, profesaba el culto al dios Sol Invictus, pero veía con buenos ojos adoptar oficialmente el cristianismo como eficaz medida populista. Pero el cristianismo en boga en esos años que la era de la Antigüedad daba sus últimos, no era el cristianismo que hoy conocemos, mucho menos el catolicismo actual. Muchos cristianismos se practicaban entonces en los vastos territorios de Roma, la mayoría mezclando rituales y creencias con las propias de sus tierras o con las que habían escuchado eran las originales desperdigadas por los apóstoles desde el siglo primero. Era necesario, ya que el cristianismo emergió como el paradigma teologal del Imperio, ser capaces de normar la nueva religión, que tanto convenía políticamente al emperador, que terminó en su lecho de muerte convirtiéndose, al parecer sinceramente, a la nueva fe.

Es así como en el año 325 se reunieron todos los obispos del Imperio en Nicea para configurar esta nueva religión: la Católica Romana, como religión oficial del estado, pero al mismo tiempo, lo suficientemente amplia como para que cupieran en ella también antiguas tradiciones y creencias profanas, zoroástricas, orientales, celtas y por cierto judaicas existentes entonces como una especie temprana de sincretismo.

La necesidad de poner orden en el caos significó que hubo que ponerse de acuerdo en muchísimas cosas, tanto en temas teológicos doctrinarios como en temas meramente ritualísticos, como también posteriormente en escoger con mucho cuidado qué textos en vez de otros convenía promover para que fueran útiles al nuevo dogma. Elegir bien los libros del evangelio; la definición de la Santísima Trinidad, por ejemplo, uno de los temas más controversiales en la normalización del culto católico, tanto que hubo obispos que se retiraron del Concilio al ver como se imponían cuestiones alejadas de algunas interpretaciones protocristianas, según ellos más auténticas en relación con las enseñanzas de Cristo. De ahí surgen las diferencias entre las distintas iglesias orientales hasta el día de hoy.

La condición de Jesús como hijo de Dios y a la vez Espíritu Santo, su propia resurrección, la veracidad de los milagros; las creencias respecto de la muerte y vida eterna, la condición de los santos; la virginidad de María, los libros neotestamentarios canónicos y apócrifos, etcétera, fueron todos algunos de los temas más controversiales que terminaron imponiéndose con la fuerza del Imperio y la promesa de una vida eterna mejor que la tenían entonces los millones de habitantes del pequeño mundo de la alta Edad Media. El catolicismo se propagó sobre todo por Europa, los bárbaros que invadieron Roma adoptaron las creencias del pueblo romano, los visigodos de Toledo, los irreductibles galos de la mano de merovingios y carolingios; los pueblos francos y germánicos allende los Alpes, todos, cual más cual menos hicieron suya con el correspondiente manual de estilo la nueva religión oficial de la mano del rey de turno velando por el poder en la tierra y el del Papa por el poder celeste. Mezclaron sus propias creencias con las cristianas que venían pavimentadas con una serie de elementos de los antiguos paganismos: el mesías nacido de una virgen; las fechas agrícolas de las cosechas y los solsticios, asociados a la vida cristiana; el diluvio que purifica el mundo de los pecadores; la numerología lunar como se ve en las primeras sagas medievales que mezclan lo humano y lo divino en una vaivén propio de las leyendas artúricas, la mitología celta, los dramas wagnerianos o las historias de Narnia e incluso en las entretenidas novelas de Harry Potter.

La tradición dice que Jesús, entró a Jerusalén el mismo día que en hoy celebramos el domingo de Ramos, justo en fechas del Pésaj (la pascua judía), en que el pueblo judío recuerda su liberación de la esclavitud en Egipto. Era la misma semana que junto con el ingreso de Jesús en la ciudad, se conmemora su Última Cena (con la celebración simbólica de la misa), la noche del jueves santo; su detención por parte de la policía del Sanedrín; el juicio de Pilatos, la comparecencia ante Herodes y la complicidad de el propio pueblo judío; el camino del su propio vía crucis humano y existencial; la crucifixión, y por cierto, sobre todo, la resurrección, como ideal fundacional para toda persona que viva los preceptos de la fe nicena, como piedra angular del catolicismo.

Más allá que la historicidad de estos acontecimientos esté en duda, por decir lo menos, los confusos relatos existentes coinciden en que los hechos habrían ocurrido sobre los festejos del Pésaj, coincidentemente; recordándoles que la sagrada Familia del Mesías, los apóstoles, Magdalena, y la mayoría de los personajes que aparecen narrados en los libros neotestamentarios, vivían precisamente los preceptos del judaísmo antiguo. Ninguno de ellos, valga precisar, habría sido cristiano. La superposición de ambas pascuas, la judía y la nicena, ameritaba intervenir el calendario de efemérides para que la celebración de la Semana Santa cristiana fuera en una fecha distinta a la de la pascua judía, así, esta conmemoración podía tener una identidad propia, tan necesaria si se trataba precisamente de instalar una religión nueva, distinguible para los fieles de otras creencias en boga que por muy parecidas que fueran, eran distintas.

El domingo siguiente después de la primera luna llena sería el día de la resurrección y contando para atrás, la cuaresma, cuarenta días y cuarenta noches, como los días del diluvio bíblico precristiano, los días que Moisés estuvo en Sinaí, los años de travesía de los judíos por el desierto, la cantidad de azotes que obligaba la ley darle a un criminal, etcétera; sábado santo, viernes de la pasión, la cuaresma de abstinencia y ayuno, el miércoles de ceniza, el carnaval. Todos instaurados por decreto por una mayoría de obispos en el templo de la santa Sabiduría en Nicea, actual Iznik, cerca de Constantinopla.

Por cierto, mucho de lo que ya se hacía en el Pésaj antiguo quedó indexado en la nueva religión, al menos así quedaba establecido en el encuentro niceno. “Pascua” significa “paso”, el paso de un estado a otro; en ese paso que judíos y cristianos celebraban cosas distintas, aluden del mismo modo, en forma idéntica, a la abstinencia y al ayuno, por lo que había que buscar nueva fecha aunque quedaran indeleblemente algunos rasgos de la pascua como por ejemplo dejar de comer algunos alimentos. Lo del pescado, surge erróneamente de un supuesto consejo que hiciera Jesús a uno de sus apóstoles respecto a lo que podían comer en la pascua judía, y que ante la falta de otra comida que fuera carne, díjole al apóstol que “ahí está el lago y abundan los peces”.

Tradición que más allá de sus simbolismos de ayuno y abstinencia resultan inútiles hoy cuando al ver que el kilo de reineta, de camarones y productos del mar son más caros que el pollo y el huachalomo. El absurdo además hace que la gente, si verdaderamente sigue el simbolismo católico, se vuelque a las caletas y a los terminales pesqueros para pagar cualquier precio por productos que si bien son caros todo el año lo son más en estas épocas de inflación. Por lo demás la verdadera abstinencia como correctamente dicta la norma canónica establecida en Nicea, podría ser alimentarse perfectamente un sabroso y modesto arroz con huevo o un discreto plato de tallarines con mantequilla, como demostración infalible y coherente de la fe arraigada en el espíritu popular más profundo. Pero eso a nadie importa, sólo a los fiscalizadores de salud y a los del ministerio de transporte que esperan estas fechas para hacer puntos de prensa en ferias y terminales de buses, para decirnos una vez más lo que todos sabemos de los pescados frescos y de los buses pirata.

Como todo ritual, hay que darle sentido y razón, escudriñar en la historia antigua los significados más profundos para pavimentar una ideología de fe con claros propósitos políticos, propósitos que de a poco la Iglesia universal los ha ido remplazando por su propio ensimismamiento doctrinario, donde van precisamente perdiendo sentido los rituales que al menos quisieron representar una serie de valores relacionados con el descubrir (se) frente a un mundo nuevo donde el perdón, la misericordia, la bondad y el amor son virtudes necesarias para amalgamar una sociedad en la que reinaba la violencia y la guerra, el egoísmo y la incomprensión, el abuso y la miseria, porque claramente esa gente, la que cree, a la que el estado le puso días para conmemorar su propia fe, mayoritariamente hoy está más preocupada de los huevitos de chocolates, la compra de mariscos y de aprovechar el fin de semana largo para arrancarse a​ ​la playa. No critico que lo hagan, sólo subrayo el doble estándar de una sociedad que por un lado dice proteger el dogma cristiano y por otro su vida de ritualidad licenciosa.

¿Por qué no damos en forma definitiva el espacio que le corresponde a la religión en los asuntos de un país, es decir que esta sea producto del ejercicio individual de sus adeptos y la sacamos de los hitos públicos? ¿Trasparentemos los feriados?

Mantengámoslos en pos del descanso y la promoción de la industria del turismo, pero desprovistos de una connotación religiosa, que ni los propios religiosos respetan.

Sabemos que la religión pierde cada día millones de adeptos, sobre todo en los países más cultos y desarrollados, es cuestión de ver las propias cifras de la Iglesia, en los países más avanzados la fe pierde terreno a pasos agigantados. ¿Dónde crece? En los países más pobres, en aquellos la promesa de​​​​ la vida eterna o de un Dios padre bueno que nos protege es un bálsamo para quien en vida tienen poco o no tienen nada, un placebo para tanto s que sufren en la América Latina profunda o en África. Pero está claro que las nuevas generaciones, no sólo se alejan de la Iglesia sino también lo hacen del significado profano que supone la misma tradición ritualista. Ya es inútil la formación doctrinaria, no permean las creencias que por siglos se les inculcó a los niños, que dócilmente tenían que creer los mitos cristianos que les enseñaron sus padres desde la cuna y luego la escuela e inc​l​uso el estado que insiste en tener en el currículum de las escuelas clases de religión a cargo, como no, de teólogos y profesiones de religión militantes.

Pese a ello se impone una tradición laica en nuestra sociedad en buena hora, en forma lenta pero decisiva, nuevas generaciones de jóvenes librepensadores comienzan a ocupar los espacios de la vida pública, personas que no necesitan ni la creencia en un Dios para hacer el bien o para  distinguir lo correcto de lo incorrecto, menos necesitan el garrote del Infierno como advertencia de una mala acción ni la promesa de la vida eterna como premio para un actuar ético. Los valores humanistas de la solidaridad, el respeto y la caridad, o la construcción de una sociedad más justa, libre y fraterna no pasan por la norma de ningún concilio, ni el rayado de cancha de ninguna Iglesia ni menos por el designio de un Dios que no da cuenta ni de dónde venimos ni quienes somos ni menos a dónde vamos, entonces podremos celebrar a la gente en su esfuerzo diario por vivir y ser mejor, en vez de golpearnos el pecho frente al ícono de un hombre crucificado, celebrar a quienes aman, tengan las creencias que tengan, porque entiendo que si hubo un profeta en las antiguas tierras de Judea, él nos pedía amarnos los unos a los otros y no mucho más, una idea que entonces pudo ser original, pero que hoy es un mandato universal para los pueblos, por el uso de la razón, para las personas de buena voluntad que saben que el mundo se nos abre desde la conciencia, de la libertad y desde las verdades que cada uno ha podido conquistar.

Publicado por Rodrigo Reyes Sangermani

Un trashumante que busca explicaciones casi siempre sin encontrar ninguna

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