
“Ego Ruderico”, así firmaba el Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, el legendario prócer castellano cuyo señorío en el Levante no admitió otro rey o emir que su propia conciencia y del que se escribió un cantar de gesta que aún sobrevive entre las historias caballerescas hispánicas. Rodrigo (Hroþareiks) fue también el último rey visigodo, cuyo reino heredero de las invasiones góticas y aprisionado por las fuerzas merovingias se instaló en Toledo con el oropel de su arte románico. Dos rodrigos digno de un gran nombre.
Es curioso esto de los nombres, no sé si uno al final es verdaderamente indisoluble de su propio nombre, o si éste genera realidad a propósito de ese aforismo que dice que las palabras tienen un poder tan grande que son las verdaderas creadoras de lo existente: “No existe nada que no tenga nombre” o “Las cosas existen porque son nombradas”. ¿Si yo fuera Teodoro sería el mismo que soy? ¿Si en vez de Rodrigo fuera Arturo sería otro? Estas son preguntas de imposible respuesta porque ya soy el que soy (me salió bíblico sin esfuerzo).
Pero lo absurdo, aunque reconozco que es un “absurdo” en retirada, es ese afán de saludar para los santos, como si hubiera un vínculo real entre la fecha que la Iglesia decidió “entregar” a uno de los miles de santos de la galería católica como fecha arbitraria en el calendario, y uno mismo como persona, persona generalmente no nacida el día que la burocracia vaticana decidió nombrar con ese santo.
Por ejemplo, y sobran, mis padres jamás pensaron ponerme Fermín, porque probablemente ni siquiera sabían que el 7 de julio se celebraba ese santo. Lo que sí se conoce de ese día, pero no muchos más, son las corridas de los navarros delante de los toros soltados en las pequeñas callejuelas del centro histórico de Pamplona, desde el día que las efemérides de los informativos de televisión decidieron poner infaliblemente estas adrenalínicas imágenes cada séptimo de día de julio. Por supuesto, menos sabían de caballeros y visigodos.
Ni soy Fermín ni nací el 13 de marzo, fecha que la Iglesia decidió conmemorar no a Rodrigo Díaz de Vivar ni al rey visigodo Roderico, que muy santos no deben haber sido, sino que al apóstol mozárabe Rodrigo, un mártir de Córdoba degollado y arrojado al río Guadalquivir tras haber sido denunciado como apóstata por sus dos hermanos musulmanes. No es fácil imaginar lo terrible que debe haber sido ser un paria religioso en una tierra dominada por una fe distinta, por un gobernante como el Califa de Córdoba, y ser condenado a muerte para que tus restos arrojados al río, sean devorados por las ratas y los cuervos que se descansan ahí en las ramas y arbustos cercanos al viejo puente romano, junto a la Mezquita.
Ese 13 de marzo de 875 fue martirizado aquel Rodrigo -santo- que nadie conoce, un hombre que probablemente heredaba el nombre del antiguo Rey Visigodo, nombre germánico traído por las invasores bárbaros de las tribus godas que presionadas por los vikingos, descendieron por los ríos Danubio y Don hasta el Mar Negro y luego, huyendo de los mongoles, atravesaron los Cárpatos y los Alpes para asentarse en Italia y sur de Francia y finalmente en España antes de ser absorbidos por el Emirato Omeya.
Pero nada de eso tiene que ver conmigo.
Nací Rodrigo un 7 de julio en una pequeña clínica de Providencia, donde me inscribieron. El nombre le gustaba a mi madre y no tanto a mi padre que me hubiera preferido “Carlos”, como él, bueno claro cómo él pero también como Carlos Martel, padre de Carlomagno, y como una serie de reyes y emperadores Carlos, como el gran Carlos V, que tampoco tenían nada que ver con él. Pero esos eran los nombres que estuvieran o no en el famoso santoral, eran, son y seguirán siendo los nombres que la gente le pone a sus hijos, indiferentes de la historia y de los significados, suenan bien y pegan con el apellido.
“Ego Ruderico” firmaba El Cid, quizás consciente de su herencia onomástica, pero quizás también indiferente de estas cuestiones que hoy a casi nadie preocupan, porque sinceramente ya casi ni siquiera se celebran a las cármenes como antaño ni a los juanes, sino el día del cumpleaños, como debe ser, el día que nacimos, el que “vimos” la luz, el día en el que empiezan y terminan los ciclos anuales alrededor del sol, el día que certifica la experiencia vital de las cuatro estaciones, el día que podemos empezar a forjar nuestra vida de hombres, héroes o villanos guiados más por nuestras conciencias que por el peso específico de un santo cristiano.
Quizás por eso, ese Díaz de Vivar es único, es el “Ego Ruderico” consciente de su autónoma individualidad. Quizás eso es.