Jean-Luc Godard, quien se convirtiera en el niño terrible del nuevo cine mundial, por estos días hace 60 años terminaba de revisar los últimos detalles del montaje de su más emblemático film: “Sin Aliento”.
Imágenes con cámara en mano, guiños a los clásicos del cine, el blanco negro como recurso expresivo, planos secuencias, rompimiento de las leyes clásicas de la continuidad, aparición de personajes simples no de héroes trascendentes sino de personas comunes, miradas cómplices de los actores al espectador como diciéndonos “esto no es más que una película”, rompiendo así uno de los códigos fundamentales del cine, en el que la historia relatada en la diégesis es sólo una “verdad” restringida al espacio de la pantalla.
El relato de la película, como su mismo modo de producción, daba cuenta de una manera distinta de enfrentar el cine, en una época en la que Europa pretende sacudirse de una especie de antiguo régimen para entrar de lleno en una nueva era global. El film representaba la verdadera vanguardia de la contracultura, pretendía desligarse de los viejos moldes y, aunque sin renunciar del todo a ellos, fundar una mirada fresca, sin ambiciones de ser definitiva, pero lo suficientemente innovadora para remecer el frágil constructo social de la segunda mitad del siglo. Las canciones rebeldes de Elvis y Cash, las denuncias de Dylan, la irrupción de los Beatles, serían sólo la punta de lanza de una época que si bien no terminó nunca de cuajar, si cambiaría para siempre los paradigmas de una sociedad capaz de mirarse a sí misma y plantearse otros derroteros: Argelia se vuelve independiente a costa de la sangre de casi un millón de argelinos, Vietnam gana su guerra visceral, EE.UU. entrega por fin después de un siglo de la Guerra Civil sus plenos derechos ciudadanos a los negros a ambos lados del Mississippi; Miles Davis propone nuevas direcciones al jazz, mientras que Coltrane seguía los pasos de los franceses asumiendo en su saxofón el lenguaje de la Nueva Ola.
Si la Historia de la humanidad es un continuo de hechos trascendentes y anónimos, nunca habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo que hiciera que los paradigmas existentes se resquebrajaran al nivel que ni las certezas de la ciencia y la tecnología, serían capaces de ordenar las capacidades colectivas, sociales e individuales de comprender el entorno salvaje de la modernidad posterior a la Revolución Industrial, y a las ideologías surgidas en la primera mitad del s. XX como poseedoras de las verdades únicas dispuestas a ser abrazadas. El ritmo de los acontecimientos de esta Era apenas ha dejado tiempo para ser descrita, analizada, profundizada con la mansedumbre de los siglos que tuvo el clasicismo para su ejercicio reflexivo, ni la Ilustración para fraguar su ideal libertario, ni los beatniks, ni el realismo mágico latinoamericano, menos el free cinema británico pudieron analizar con calma el vértigo de una sociedad que entraría en esta especie de crisis permanente que ni siquiera ha sido superada por el desplome del paredón que separó el mundo hasta 1990.
Apenas con un boceto de guión inspirado en una idea de Françoise Truffaut, Jean-Luc se dispuso a filmar la más decidora película de la Nouvelle Vague. En los años previos el propio Truffaut, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Louis Malle, Alain Resnais, Agnes Varda o Jacques Demy, habían rodado sus respectivos filmes que dieron origen al movimiento, casi todos herederos de la tradición literaria y cinéfila de la revista Cahiers de Cinema donde eran críticos, analistas y redactores, y que en cuyas páginas desmenuzaban con fruición cada una de las clásicas películas filmadas en EE.UU. como las de Raoul Walsh, Samuel Fuller, Hitchcock o Aldrich. “Los cuatrocientos golpes” de Truffaut, “El bello Sergio” de Chabrol, “El ascensor para el cadalso” de Malle e “Hiroshima mon amour” de Resnais sobre texto de Marguerite Duras, son las piezas que inauguraron el movimiento del cual “Sin aliento” se convirtió en su emblema.
Godard dispuso entre las miradas curiosas de los transeúntes en las locaciones de los Campos Elíseos a Lazlo Kovacs, interpretado magistralmente por Jean Paul Belmondo, como un héroe fallido que busca su destino sin ningún asomo de romanticismo, a una pragmática Patricia (Jean Seberg), incapaz de definir sus lealtades, y que nos mira al finalizar la película con un dejo de complicidad cruel que nos indigna y confunde; espejos, sábanas, molduras, luces reflejadas, movimientos de cámara en torno a un mostrador, persecuciones, Humphrey Bogart imperecedero y omnipresente, el pulgar acariciando los labios, en evidente demostración de cinismo, y un gitanes siempre encendido entre los dedos de la mano, son los elementos fílmicos de una película que representa el tráfago mundial en estos últimos 60 años, y que por mera coincidencia van en paralelo con los míos, como columna que vertebra la reciente historia del cine, la música y la cultura cuan reflejo de los tiempos de cambio que definen la época.
Ha muerto el idealismo romántico de la ilustración; “Dios ha muerto” declara premonitoriamente Nietzsche; los hombres que si bien no dejan de creer en la Humanidad, saben que ya no es tiempo de héroes ni de doctrinas excluyentes o exclusivas; Patricia no se conforma con el amor furtivo a hurtadillas entre los claroscuros de la cámara de Raoul Coutard ni entre los acordes de Martial Solal, Georges Delerue ni Ennio Morricone, no del amor en fuga de Mayo del 68 ni de las canciones de Jacques Brel, como el cuerpo de Lazlo esparcido en el pavimento de París, o como el de Nana en “Vivre sa vie” (Godard, 1962), es tiempo para que el desparpajo y la audacia de los nuevos hombres y mujeres puedan volar más allá de las ideas inmortales de la conciencia, para transformarse en los definitivos inconformistas, innovadores y promotores del nuevo paradigma.
En estos días se cumplen seis décadas de la filmación de una de las más representativas películas de una época. Godard es el único que sigue vivo para contarlo, que como yo a través de estos años, ha sido testigo y protagonista de los tiempos en que vivimos y participamos. El mundo no se ha escapado del todo de los viejos referentes del siglo XX, la guerra, la injusticia, las grandes potencias dominando por doquier un mundo de tercera clase, el capital sobreponiéndose a los pueblos y a las democracias, y la industria del cine como el gran show de la entretención dominadora de conciencias con cabritas endulzadas y Coca-Cola, sin embargo, a pesar de aquello, como nunca, hoy está viva la esperanza que todo pueda cambiar. Eso es todo lo que hace 60 años quiso decir Jean-Luc Godard y que aún con el tiempo su decir tiene vigencia.