
No recuerdo muy bien cuándo pasó por primera vez, pero fue una experiencia concreta la que me hizo comprender que las películas terminan cuando finaliza la banda sonora, se corta la proyección o se cierra el telón. Con frecuencia, al aparecer los créditos, me quedaba reflexionando, muchas veces emocionado, por la visión de un determinado film, segundos preciosos, quizás minutos, en los que las ideas decantaban, trataba de unir cabos sueltos, intentaba explicarme lo que había visto, incluso sólo para secar las furtivas lágrimas de mis ojos.
Las películas solían terminar con un leve y lento zoom back, o un travelling que alejaba la cámara de los personajes, como queriéndonos decir que debíamos tomar distancia de los que habíamos presenciado. Los títulos comenzaban a salir desde la parte baja de la pantalla sobreimprimiéndose en la imagen que se aleja, la música sube el volumen y podíamos escuchar el tema central de la película, una sonata romántica, una versión de piano de la banda sonora para ir leyendo los nombres de quienes participaron en el filme, otras veces el director elegía irse a negro, y así fundir los créditos lisa y llanamente sobre el fondo oscuro de la pantalla.
Quedarme sentado mientras el público aceleraba su paso para irse, fue una rutina en esos años de temprana cinefilia, ya sea para tomar un respiro reflexivo de la historia expuesta, como para conocer en detalle los nombres de las personas involucradas. Entonces, no había Internet para husmear respecto de los detalles del filme, por lo que una lectura acuciosa de los nombres, de los actores, de la producción y del arte, resultaba fundamental para hacer los respectivos cruces con directores de fotografía, guionistas, piezas musicales y locaciones de ésta con otras películas vistas. La mayoría de las veces, me interesaba saber qué canciones traía, cuál era el compositor de la música, qué lugares se había elegido para la filmación, datos que generalmente sólo vienen al final de la exposición de los créditos, cuando ya la sala está vacía y el personal de aseo, ansioso de cumplir con su deber, comenzaba a barrer los envoltorios de caramelos dejados impúdicamente entre las butacas y pasillos.
Pero un buen día, casi por casualidad, descubrí que al final de los créditos, venía una imagen extra, un plano adicional con el que se cerraba la historia. Debe haber sido el año 1978 cuando asistí a ver una película de “terror”, de esas que ya no veo ni quiero ver, pero que entonces me dejó deslumbrado. La película era la fenomenal “Carrie”, con una jovencísima Sissy Spacek y que, curiosamente para los filmes de su tipo, tuvo dos o tres nominaciones al Oscar, la película era dirigida por Brian de Palma, quien después realizó una prolífica carrera revisitando el lenguaje del cine clásico estadounidense desde Hitchcock, y tocando más bien temáticas propias de la Nouvelle Vague francesa (la película estaba basada en una novela de Stephen King que entonces se encontraba escribiendo “El Resplandor”). Pues bien, veíamos la película y como era habitual, estaba interesado en leer hasta el último detalle de los créditos, cuando sorpresivamente después de haber proyectado todos los títulos (rojos sobre fondo negro), aparece una imagen nueva que da otro sentido a la película. Desde entonces, el motivo de mi permanencia en la sala hasta que casi me echen del cine, fue una práctica ritual en mis visionados, incluso cuando la inmensa mayoría de las veces no pasaba nada después de los créditos.
No pocas veces los directores eligen ese momento de distensión, sobre todo en las comedias, de poner imágenes cómicas, fallidas o tomas descartadas con errores. Lo usa Pixar en algunos de sus filmes animados como parodia a esas comedias. De más está decir que se trata de imágenes sabrosas dignas de verse, sobre todo cuando uno ha pagado una entrada y ésta, a mi juicio, debe incluir la experiencia completa de asistir al cine, como lo era antes con la revisión de los noticiarios Ufa del “Mundo al instante” y hoy los comerciales y las sinopsis promocionales de los filmes que se estrenaran luego en la respectiva sala. También hay motivos más bien propios de la semiología del relato cinematográfico. En esos años, recuerdo que Carlos Núñez, viejo, escrupuloso profesor de lenguaje del cine, nos reafirmaba con estricta serenidad, que un film empezaba con la primera imagen y finalizaba con la última, y que eso de andar saliéndose de una película antes de la finalización de los créditos era –por decir lo menos- un acto de barbarie. Lo sigo compartiendo como una máxima, aunque no siempre lo cumpla.
Confieso que a veces la presión de la vida rápida, el encendido de luces en los cines, y el intenso y nervioso tráfago de espectadores delante de mi butaca, me ha hecho renunciar a este tradicional ritual cinéfilo, sobre todo cuando voy con amigos que no tienen la costumbre ni menos la necesidad de esperar hasta el fin por una imagen sorpresiva que lo más probable no llegará nunca. Es más fuerte la idea de “¿a donde vamos a tomar algo?” la que tanto seduce a los espectadores, quienes apenas finaliza la película saltamos como desde un trampolín para buscar el rincón y la bebida que acompañará nuestra conversación cinéfila pos fílmica, donde podamos desmenuzar con fruición cada uno de los detalles sintagmáticos del relato, como también, los efectos imaginarios de una expresión artística, que supera con creces su sola extensión métrica de celuloide cargado hasta el final de luces, sombras y sonidos.