Y nos habíamos amado tanto

Los primeros días, más allá de la violencia focalizada, muchos tuvimos una sensación de esperanza. La gran marcha del viernes 25 parecía ser un punto de inflexión para poder demandar y construir un país más justo, más allá de las señales de uno u otro lado, parecía que se instalaba un clamor transversal. De a poco sin embargo, ante la desatinada reacción política del gobierno, la escalada violentista de sectores ultra y la ambigüedad de algunos por condenar la violencia, el diario vivir se ha ido transformado de a poco en un incendio social que nos tiene a todos estresados, indignados, y por sobre todo, irritados, a nivel de discutir con amigos y gente querida en las redes sociales, no lograr escucharnos ni ponernos de acuerdo, polarizar posiciones, desconocer los matices que cada opinión admite por muy contraria que sea, y las redes sociales que en vez de servir de soporte tranquilizador que morigere las ideas u opiniones, es una especie de bomba atómica para la comunicación.

Andamos cabizbajos, desolados, confundidos, pareciéramos no encontrar respuestas y transitamos entre pesimismo nihilista y la certidumbre de un futuro mejor con rápida facilidad, una especie de sentimiento típicamente posmoderno que remece las bases de una sociedad y de nuestro deambular cotidiano. Nada es ni será como antes, y no tiene que ver con la Constitución, los anuncios presidenciales ni el modelo de desarrollo que eventualmente implementemos en el futuro, es la caída de un viejo régimen y el eventual reemplazo por uno nuevo. Queremos que sea mejor en uno u otro sentido, conforme a las ideas que tengamos cada uno de lo que significa lo mejor.

Después de la Segunda Guerra Mundial, tarde o temprano, muchas sociedades europeas tuvieron que rearmarse para establecer un nuevo trato nacional y supranacional, la Comunidad Europea, es producto de ese proceso. Por ejemplo, la Italia de los sesenta todavía no terminaba de resolver el conflicto de la nueva república con los resabios de una monarquía autoritaria y fascista; un país industrializado ampliando los márgenes de la modernidad y los embates externos de la Guerra Fría culminados en el atentado de Aldo Moro; esta tensión la refleja bien el director Luchino Visconti en sus películas de la época, como resumiendo la agonía de toda una sociedad en decadencia, así lo plasma magistralmente en el film de 1974, “Grupo de familia”, con un profesor, interpretado por Burt Lancaster, deslumbrado en la esperanza vital de la nueva sociedad romana, versus el agobio que significa la pérdida de sentido de una era. Lo mismo ocurre en “Muerte en Venecia”, o especialmente con la metáfora que propone en “Ludwig” (1973), mostrando a un rey, como Luis II de Baviera, incapaz de comprender los cambios de un mundo que se le desmorona, y al mismo tiempo, su soledad y aislamiento de la realidad como queriéndose quedar anclado en las tertulias de los salones de palacio más bien propios del s. XVIII.

Interesante resulta constatar cómo el idealismo de tres amigos de la resistencia partisana en “Nos habíamos amado tanto” (1974), de Ettore Scola, sucumbe ante el pragmatismo de una sociedad que impone condiciones de vida para las cuales esa vieja generación no está preparada. Allí, el personaje interpretado por Vittorio Gassman, se resiste a dejar sus privilegios sabiendo que su actitud amoral lo llevará a su propio exterminio social. Es el cine italiano de entonces, con esos retratos de época de Scola, los filmes de compleja narrativa social de Antonioni, la frescura del nuevo cine inglés o la irrupción de las voces dolientes del cine de Europa del Este, como la de aquella profunda reflexión existencial que expone Tarkowsky en “El Sacrificio” (1980), en la que dan cuenta que el cambio de paradigma, la muerte de un tiempo, la fatalidad de una decadencia, significa casi siempre un abandono, una ausencia, un duelo.

Ese duelo proviene de la confusión transformadora de la Europa de los sesenta y setenta, la misma que vivimos hoy tardíamente en Latinoamérica, en estos conturbados años de modernización y de desesperadas demandas por una sociedad más justa, acaso también por la búsqueda de un nuevo sentido a la vida, ya carente de relatos excluyentes y aún más distante de la salvación religiosa. Nuestras dictaduras militares fueron, qué duda cabe, nuestra propia Segunda guerra mundial; una reconstrucción inconclusa harta de crecimientos artificialmente acelerados fue la dinámica de los gobiernos de transición, que dejaron en el camino espacios crecientes de insatisfacción acumulada y bolsones de miseria moral más que material. Sin embargo éstos, ahora, son otros tiempos, tiempos en que la ciudadanía debe decidir por fin, si seguimos anclados en el dispositivo de los opuestos, tan propio de una Guerra Fría ya lejana, y subrayada desde el fin de la dictadura con la polarización que supone el Si y el NO, o damos vuelta la página para encumbrar las ideas en la construcción de un nuevo país, y desde ese país refundado, la edificación de una Latinoamérica unida, para vencer el paradigma de un desarrollo frustrado por los propios vicios de nuestra Historia, como señala en su emblemático libro Aníbal Pinto en 1959, cuyo diagnóstico, después de 60 años no ha cambiado sustancialmente, a pesar de los cambios profundos en nuestra sociedad.

Ninguno de los actores del próximo Chile deben ser aquellos que aún siguen atrincherados en sus dogmas mentales y poltronas de poder, la ciudadanía ya no acepta revoluciones verborreicas pasadas de moda, ineficaces y excluyentes, pero tampoco la herencia agresiva de un modelo económico que desde la dictadura profundizó las mismas desigualdades fundacionales de la república arrastradas desde mediados del s. XIX.

Al final, parecieran proféticas las palabras lanzadas entre las ráfagas de humo y sangre, en medio de la peor crisis política de nuestra Historia, y a punto de estrenar algunas de las mejores películas italianas de los setenta, cuando se decía que “mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.

Publicado por Rodrigo Reyes Sangermani

Un trashumante que busca explicaciones casi siempre sin encontrar ninguna

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