Si digo que no me gusta la música de Marcianeke me acusan de sectario e intolerante; si me gusta Beethoven, soy burgués; si me gusta el jazz soy bicho raro; si viajo a Miami para ver un concierto de Van Morrison, “pucha que le ha ido bien”; si en cambio, aún tengo mi viejo Honda, “pucha que es pobre”.
Mis amigos de cierta izquierda ahora me dicen que me puse “facho” porque creo que el gobierno lo ha hecho mal y por estar convencido que es necesario un mea culpa más explícito de parte de Boric por el tema de la seguridad y el cambio de tono en relación a Carabineros, entre otras tantas volteretas de quienes dijeron que los 30 años de la Concertación fueron nefastos; mis amigos de derecha me dicen “marxista” porque tengo la convicción que son necesarias reformas importantes en nuestra nueva Constitución para hacer un país más justo y equitativo. Me acusan de bolchevique por pensar que hay cambios urgentes que realizar, o de reformista, por creer que los cambios se hacen en democracia y con diálogo.
Los católicos me dicen «comecura» porque pienso, por ejemplo, que la Iglesia y la fe no tienen nada que hacer en los temas del estado, que las clases de religión deberían no estar permitidas en la educación pública y que las legítimas opciones religiosas se circunscriban a la familia y al culto privado; mis amigos más ateos en cambio me dicen que yo en el fondo sigo siendo un “beato”, porque me gusta la Católica o que dada mi formación en colegio de curas, cuando viajo, me gusta visitar iglesias, conocer la belleza de la tradición ritual «cristiana» o disfrutar de la Navidad con mis hijos (como si la Navidad que celebramos fuera verdaderamente una fiesta cristiana).
Mis amigos políticos me acusan de iconoclasta y utópico porque no comulgo ni con las atrocidades de los regímenes comunistas como tampoco lo hago con las propias de los imperialismos occidentales… los historiadores más desprevenidos se escandalizan por ejemplo que uno tenga una mirada matizada de la Guerra Civil española, donde parte de los republicanos y los franquistas, en el mismo período de confrontación, usaron similares técnicas de destrucción humana, o que la violencia en Chile es producto al mismo tiempo de la falta de oportunidades de la población más vulnerable, como sobre todo, de la delincuencia y el narcotráfico puro y duro, permeado en los liceos, poblaciones, estadios e incluso en las bases de algunos partidos transformándolos en tontos útiles de los variopintos ideologismos existentes que miran con un torpe romanticismo a aquellos de las “primera línea”.
Me critican por ser muy racional sólo por creer que en el imperio de la razón está la convivencia humana y su progreso, o muy sensiblero cuando me emociono con el verdadero arte, el cine, la música o la poesía. Por eso casi ya no se puede hablar de nada.
Te apuntan con el dedo los atrincherados, los fanáticos incapaces de ver la viga en el ojo propio, incapaces de denunciar con la misma vehemencia lo que ocurre en su propio sector como lo hace habitualmente con sus adversarios. A ellos les resulta cómodo apearse a su metro cuadrado, ser fieles a sus creencias, a su líder o a sus dioses. En cambio si uno no es así, pareciera que termina por quedarse solo, no se logran votos para estar en ninguna parte, no te ofrecen cargos, no te buscan para nada, cruzan la calle para no salir en la foto contigo, a veces hasta se pierden amigos. Por eso me gusta tanto Brassens y tantos otros, que aunque se transformen en parias, son valientes porque juraron lealtad a su independencia.
«No, a la gente no le gusta, no
que uno tenga su propia fe,
todos te miran mal,
menos los ciegos, es natural.»
Sin embargo muchos no entienden que la vida y la existencia no es el devenir de los blancos y los negros sino de las delicadas transformaciones de infinitas gamas de grises, el paulatino retorno del otoño, por ejemplo, el cambio de color de las flores en primavera, las sutiles y explosivas apariciones de las estrellas en el firmamento; no entienden que la “verdad” es apenas la forma de avanzar, no un trofeo de mármol al final del camino, sino acaso sólo el camino; quizás no entienden que la vida es más compleja que un concepto en el diccionario o un manifiesto edulcorado, y que para vivirla, requiere espíritus libres, sacudidos de dogmas, de verdades reveladas, de respuestas sacrosantas, de modelos probados, de mentiras impresas en supuestos libros sagrados.
Que lo fundamental en la construcción de un mundo mejor pasa por la felicidad propia, sin duda, por la propia libertad de conciencia, la valentía por desacomodar-se permanentemente, pero al mismo tiempo, indefectiblemente, pasa por la felicidad de los demás, donde cada uno es una identidad válida que necesita al prójimo como a sí mismo, y que sólo juntos podremos establecer un nuevo orden de cosas, con respeto y tolerancia, con generosidad y paz.
“Ego Ruderico”, así firmaba el Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, el legendario prócer castellano cuyo señorío en el Levante no admitió otro rey o emir que su propia conciencia y del que se escribió un cantar de gesta que aún sobrevive entre las historias caballerescas hispánicas. Rodrigo (Hroþareiks) fue también el último rey visigodo, cuyo reino heredero de las invasiones góticas y aprisionado por las fuerzas merovingias se instaló en Toledo con el oropel de su arte románico. Dos rodrigos digno de un gran nombre.
Es curioso esto de los nombres, no sé si uno al final es verdaderamente indisoluble de su propio nombre, o si éste genera realidad a propósito de ese aforismo que dice que las palabras tienen un poder tan grande que son las verdaderas creadoras de lo existente: “No existe nada que no tenga nombre” o “Las cosas existen porque son nombradas”. ¿Si yo fuera Teodoro sería el mismo que soy? ¿Si en vez de Rodrigo fuera Arturo sería otro? Estas son preguntas de imposible respuesta porque ya soy el que soy (me salió bíblico sin esfuerzo).
Pero lo absurdo, aunque reconozco que es un “absurdo” en retirada, es ese afán de saludar para los santos, como si hubiera un vínculo real entre la fecha que la Iglesia decidió “entregar” a uno de los miles de santos de la galería católica como fecha arbitraria en el calendario, y uno mismo como persona, persona generalmente no nacida el día que la burocracia vaticana decidió nombrar con ese santo.
Por ejemplo, y sobran, mis padres jamás pensaron ponerme Fermín, porque probablemente ni siquiera sabían que el 7 de julio se celebraba ese santo. Lo que sí se conoce de ese día, pero no muchos más, son las corridas de los navarros delante de los toros soltados en las pequeñas callejuelas del centro histórico de Pamplona, desde el día que las efemérides de los informativos de televisión decidieron poner infaliblemente estas adrenalínicas imágenes cada séptimo de día de julio. Por supuesto, menos sabían de caballeros y visigodos.
Ni soy Fermín ni nací el 13 de marzo, fecha que la Iglesia decidió conmemorar no a Rodrigo Díaz de Vivar ni al rey visigodo Roderico, que muy santos no deben haber sido, sino que al apóstol mozárabe Rodrigo, un mártir de Córdoba degollado y arrojado al río Guadalquivir tras haber sido denunciado como apóstata por sus dos hermanos musulmanes. No es fácil imaginar lo terrible que debe haber sido ser un paria religioso en una tierra dominada por una fe distinta, por un gobernante como el Califa de Córdoba, y ser condenado a muerte para que tus restos arrojados al río, sean devorados por las ratas y los cuervos que se descansan ahí en las ramas y arbustos cercanos al viejo puente romano, junto a la Mezquita.
Ese 13 de marzo de 875 fue martirizado aquel Rodrigo -santo- que nadie conoce, un hombre que probablemente heredaba el nombre del antiguo Rey Visigodo, nombre germánico traído por las invasores bárbaros de las tribus godas que presionadas por los vikingos, descendieron por los ríos Danubio y Don hasta el Mar Negro y luego, huyendo de los mongoles, atravesaron los Cárpatos y los Alpes para asentarse en Italia y sur de Francia y finalmente en España antes de ser absorbidos por el Emirato Omeya.
Pero nada de eso tiene que ver conmigo.
Nací Rodrigo un 7 de julio en una pequeña clínica de Providencia, donde me inscribieron. El nombre le gustaba a mi madre y no tanto a mi padre que me hubiera preferido “Carlos”, como él, bueno claro cómo él pero también como Carlos Martel, padre de Carlomagno, y como una serie de reyes y emperadores Carlos, como el gran Carlos V, que tampoco tenían nada que ver con él. Pero esos eran los nombres que estuvieran o no en el famoso santoral, eran, son y seguirán siendo los nombres que la gente le pone a sus hijos, indiferentes de la historia y de los significados, suenan bien y pegan con el apellido.
“Ego Ruderico” firmaba El Cid, quizás consciente de su herencia onomástica, pero quizás también indiferente de estas cuestiones que hoy a casi nadie preocupan, porque sinceramente ya casi ni siquiera se celebran a las cármenes como antaño ni a los juanes, sino el día del cumpleaños, como debe ser, el día que nacimos, el que “vimos” la luz, el día en el que empiezan y terminan los ciclos anuales alrededor del sol, el día que certifica la experiencia vital de las cuatro estaciones, el día que podemos empezar a forjar nuestra vida de hombres, héroes o villanos guiados más por nuestras conciencias que por el peso específico de un santo cristiano.
Quizás por eso, ese Díaz de Vivar es único, es el “Ego Ruderico” consciente de su autónoma individualidad. Quizás eso es.
Una de las voces más prístinas de lengua portuguesa ha partido, ella que fue parte del impulso de la Tropicalia a fines de los sesenta inspirada por los Beatles y el bossa nova, la samba y la sicodelia; formó junto a Chico Buarque, Milton Nascimento, Nara Leão y especialmente con Gilberto Gil, Maria Bethãnia y Caetano Veloso la generación más exitosa de la música popular brasileña en las décadas siguientes.
Gal Costa fue la voz y la musa de una época, interpretó a los más grandes compositores de Brasil y su amplio registro vocal le permitió cubrir casi todo el repertorio de los cantautores de su tierra, desde las baladas intimistas y poéticas de Chico, hasta las sinuosas canciones bahianas de Dorival Caymmi.
Aunque profundamente brasileña, su carrera brillo más allá de su país no sólo por su música sino, como muchos otros artistas del movimiento, destacó también por su compromiso social, político y feminista. Costará acostumbrarse a su ausencia, a sus generosas sonrisas, a su mirada chispeante y fresca, a su cabellera excesiva y a su voz cristalina.
La sobreviven su hijo adoptivo de 17 años, millones de seguidores alrededor del mundo y un país entero que se enluta en un largo lamento al ver partir a una de sus artistas predilectas.
Gal, te queremos!!! y dale nuestras saudades a Elis, Tom y Vinicius
La de este domingo en Brasil, no es una elección más, no una elección presidencial cualquiera. Sin duda alguna la importancia de Brasil en el concierto latinoamericano es importante, su PIB nominal supera con creces el de cualquier otro país de la Región y su influencia política y económica no es menor. Brasil en sí mismo es un continente, su autosuficiencia es tal que desde dentro pareciera que el resto de Sudamérica no existe, pero no es así, sus relaciones colaborativas, en particular con Chile, que junto a Ecuador, son los únicos países del subcontinente que no tienen fronteras con el gigante de habla portuguesa, son intensas y muy activas, por eso no puede ser indiferente para nosotros el balotaje entre Jair Bolsonaro y Luiz Inácio Lula da Silva para definir el próximo presidente de Brasil.
Si bien las encuestas dan una leve ventaja al candidato del PT, salvo sorpresas se prevé una elección que bordeará el empate técnico, lo que pone en duda el resultado de la contienda. Pero el resultado no es la única incertidumbre que se instala en Brasil, el clima de crispación, los anuncios populistas y la posibilidad cierta de que Bolsonaro desconozca la derrota en el caso de que pierda con resultados muy ajustados, son temas que hoy están en la discusión política y mediática a pocas horas del balotaje.
No puede ser más parecido el escenario previo al vivido hace justo dos años en EE.UU. cuando el derrotado candidato incumbente Donald Trump desconoció los resultados generando en forma inédita en la democracia más grande del mundo, un clima de inestabilidad que incluso significó el asalto de sus partidarios al edificio del Congreso y la posición ambigua de un candidato que mantuvo en ascuas al mundo entero con sus declaraciones, denuncias falsas y políticas populistas, y que de volver al poder como se ha anunciado constituiría una verdadera amenaza internacional.
Los parecidos son evidentes, no se trata de pugnas entre proyectos políticos de izquierda o derecha, entre candidaturas que puedan presentar matices, de hecho Lula ha insistido en la urgencia que tendría su gobierno en el caso de ser electo, de concentrar sus esfuerzos en el crecimiento de la economía y en la creación de empleo, como señal a un sector empresarial que sin gustarle demasiado ven en Bolsonaro el candidato natural por el cual deben inclinarse. Pero los empresarios no son los únicos que apoyan al ex militar del Partido Liberal, sectores evangélicos y las fuerzas armadas han sido clave en los resultados sorprendentes de la primera vuelta los que podrían inclinar la balanza a última hora precisamente en beneficio del actual presidente.
Sin embargo, pesa sobre Bolsonaro una serie de acusaciones que amenazan su impronta democrática y la de sus partidarios, como por ejemplo la declaración ayer del diputado estatal de Goiás, Amauri Ribeiro, que llamó a los votantes del presidente Jair Bolsonaro a tomar las armas y participar en un golpe de estado en el caso de que ex presidente Lula ganara las elecciones este domingo, o la acusación que ha recibido de distintos sectores por los anuncios de acelerar los pagos de asistencia social de este mes en una semana clave de las elecciones con la excusa del propio presidente de que “los que tienen hambre no pueden esperar”.
Pasado mañana casi 160 millones de brasileños podrían sufragar para elegir al presidente de la democracia más grande de América Latina, los restantes países de la región veremos con distancia aunque con preocupación lo que pueda ocurrir, los tiempos han estado demasiado revueltos en el mundo como para instalar aún más incertidumbre, y Latinoamérica necesita interlocutores reconocidos y respetados para trabajar por el desarrollo común, y no más populismos de uno u otro sector que lo único que dejan es aún más pobreza, autoritarismos vestidos de seda, estados de derecho amenazados e instituciones democráticas debilitadas por su propia ineficacia.
En una entrevista a una cadena de televisión internacional el presidente Gabriel Boric dijo que respecto a la derrota del “Apruebo” en el plebiscito del 4 de septiembre que “una de las primeras lecciones que tuvimos fue que no puedes ir más rápido que tu gente”, como si se tratara sólo de un asunto de “oportunidad” en vez de la “calidad” de los cambios. Con ello, el presidente en un tono de indignante superioridad moral e inaceptable posición paternalista, expresa que el pueblo, la ciudadanía o como queramos llamarlo, quiere los mismos cambios propuestos en el fracasado proyecto constitucional pero más adelante, que en estos momentos no estaría preparado. Dada esa declaración podemos suponer entonces que el triunfo del “Rechazo” se produjo sólo porque no era la oportunidad de cambios tan “revolucionarios” y “positivos” dada la condición o conservadora o temerosa de los electores que no irían a la velocidad de los iluminados que sí saben cuáles son los cambios que el país necesita.
La verdad es que deberíamos dejar el comentario hasta aquí, que cada uno saque sus propias conclusiones.
Ahora, es legítimo que Ud. crea efectivamente que es así. Así como lo plantea el presidente. Pero ¿sabe? No lo diga, porque al hacerlo, menosprecia a su adversario político, lo degrada, le pasa la aplanadora, lo ningunea. Pareciera que el pobre adversario en realidad no sabe muy bien lo que quiere, o sabe pero no se atreve a asumirlo, se acobarda, por eso rechaza; necesita más campaña, que lo convenzan, que lo seduzcan, necesita más tiempo para aquilatar las maravillas de una propuesta realmente “dignificadora”. O sea, era sólo cuestión de tiempo, a ese ciudadano habría que tenerle paciencia, ese pobre ciudadano está sólo en un período de aprendizaje político; no sería tan pillo ni avanzado como ellos, los del gobierno amplista, que sí sabrían lo que la gente quiere, pero al parecer tendrían que ser pacientes
Pero de verdad, si es esa la mirada del Gobierno, si es esa la de los sectores más duros o recalcitrantes o ensimismados del octubrismo chileno, uno debería ser pesimista. Uno podrá ser benévolo con las declaraciones de algunos personeros que dolidos por su fracaso al atardecer del mismo 4 de septiembre culpaban al empedrado por la cojera del proceso: los responsables ya no eran de la CIA pero si la campaña de la derecha, no era el Mayoneso sino la propia incapacidad de construir adecuadas vocerías, ya no la prensa reaccionaria sino las noticias falsas divulgadas por las redes sociales; esas declaraciones se hicieron desde le frustración y la sorpresa de un proceso que venía enturbiado desde el primer día, y develado así en las encuestas, se entiende; pero al cabo de varias semanas, la autocrítica debería ser mayor y más pausada, los iluminados de la política nueva, fresca y joven nacional deberían mejorar la puntería en sus análisis, asumir la verdad con más humildad y no sólo desde el discurso grandilocuente y vacío ese de “hemos escuchado la voz del pueblo” sino de uno genuino donde se extraigan las verdaderas, variadas y profundas conclusiones de una propuesta rechazada. Muchos lo han hecho, y se agradece, porque a partir de esa autocrítica es posible construir algo bueno, pero no desde la autocomplacencia. Imposible.
Uno mira con simpatías a veces la ingenuidad del Presidente, uno puede pensar que hay buenas intenciones a pesar de las vueltas de carnero respecto de temas tan delicados como la condena a los atentados contra carabineros, la situación de emergencia en la Macro Zona Sur o la expulsión de extranjeros indocumentados que hayan cometido delitos, pero este tipo de declaraciones más bien enredan a la opinión pública respecto de la sinceridad en las palabras de nuestra máxima autoridad, y nos hacen dudar si efectivamente ha comprendido el proceso que vive el país.
Me parece que el gobierno anterior de Sebastián Piñera ha sido por lejos el peor que hemos tenido en las últimas décadas, sin embargo, como van las cosas éste podría aún peor si no se toman las medidas necesarias para corregir los desaguisados políticos y comunicacionales. En momentos de crisis necesitamos mentes esclarecidas, liderazgo político y mucha humildad, y a veces lo que este gobierno inexperto más muestra es confusión, improvisación y mucha arrogancia.
Sin duda el país requiere cambios urgentes, por eso votamos con esa histórica mayoría “Apruebo” el 25 de octubre de 2020, luego se van a cumplir dos años desde entonces, ¿dónde hemos fallado? Necesitamos una institucionalidad que sirva de guía a los grandes acuerdos nacionales y que promueva una mejor democracia, más sólida y participativa; mayor justicia social y oportunidad para todos; un estado que se haga responsable en la promoción de la solidaridad con los que más sufren pero al mismo tiempo que estimule una educación de calidad como herramienta infalible para el progreso, el emprendimiento y las libertades públicas e individuales propias del s. XXI.
Cuesta creer que hasta 1837 los chilenos celebrábamos tres veces al año las Fiestas Patrias; claro, eran otros los contextos, el país recién iniciaba su ordenamiento institucional y los días de fiesta y chingana se agradecían entre el pueblo, dadas las duras condiciones de vida de la época. Esas tres ocasiones significaban muchas más que un solo día feriado por ocasión, eran semanas enteras de juegos y juerga, música y bailes, comida y abundante consumo de alcohol, pero también de violencia, peleas y hasta crímenes, lo que producía ausentismo en las labores agrícolas, sobre todo pensando en los tiempos de vendimia en el mes de febrero, o la ausencia de feligreses en las celebraciones de Semana Santa, cuando ésta coincidía con la primera semana de abril. Era inadmisible tanta parranda y confusión.
Por eso en el gobierno pelucón del presidente José Joaquín Prieto en 1937 (muy probablemente a instancias de su eterno ministro Diego Portales por su conocida obsesión por el orden republicano) se derogaron los días de celebración del 12 de febrero (fecha en que se conmemoraba la batalla de Chacabuco de 1817) y del 5 de abril (que se recordaba la histórica batalla de Maipú de 1818, que era definitivamente la fecha que se liberó la patria de la ocupación española) dejando sólo los festejos de septiembre, que duraban varios días, como fecha oficial para las fiestas de la Independencia, que en rigor no lo eran.
Dieciocho
El Dieciocho se comenzó a celebrar tempranamente en 1811, que a falta de fechas que identificaran el surgimiento de una nueva nacionalidad, sirvió para recordar el primer intento aunque no de Independencia, sí de autonomía criolla frente al invasor napoleónico en la Península, que había dejado a Fernando VII, recluido, y a Pepe Botella, rey de un reino que en América le juró lealtad al soberano hispano usurpado de su poder. En rigor, la gesta de la Primera Junta de Gobierno no sería sino algo muy distinto a una fecha que simbolizara la emancipación republicana, aunque ya varios había en la elite criolla que miraban con buenos ojos esta instancia media menchevique para delinear sus planes independentistas. Los asuntos que relato, sin embargo, en realidad importaban sólo a la aristocracia santiaguina, el pueblo, el mestizo y el indio permanecían ignorantes de estos menesteres, el día transcurría igual, sus pesares y alegrías no cambiaban en absoluto, ni siquiera se enteraban de las elucubraciones políticas de las pequeñísimas clases altas de la Colonia.
Por eso tenía sentido dotar a esa fecha en 1811 de un significado especial, un año después claro, cuando parecía lejano ese grito de “Junta queremos”, donde lo único que se exigía era el retorno al trono de Fernando y la lealtad a la monarquía española. Al cabo de los meses sin embargo había muchos que le tomaron el gustito a esta circunstancial autonomía, y procuraron acelerar los procesos, exaltando las virtudes patriotas rompiendo definitivamente con la Corona.
Mientras que en la metrópoli godos y franceses peleaban por la independencia del Reino, en Chile, José Miguel Carrera daba un Golpe de Estado para sacar del primer Congreso Nacional a los realistas que junto a los moderados privilegiaban aún el carácter colonial que la independencia total, lo que por esos días, dotar de un sentido patriótico a la fecha de aniversario de la Primera Junta de Gobierno, sería un símbolo afín a esas ideas.
La historia de la Patria Vieja se extiende aún algunos años hasta la calamidad que significó la batalla de Rancagua en octubre de 1814, que significó la reconquista de esta Capitanía General por parte de los españoles y la huida de gran parte de los criollos a Argentina para evitar represalias, extrañamiento o la muerte. Sin embargo la semilla ya estaba plantada.
Doce
Pero mucha agua correrá aún bajo el puente, en pleno verano de 1817 más de 5.000 efectivos entre oficiales, soldados, patriotas, campesinos, indios, mulatos, esclavos libertos, aperados de víveres, artillería, caballos, mulas y animales aprovecharon las condiciones de la estación para atravesar los Andes premunidos de una ética independentista; de lado dejaron el camino por San Esteban con las mesas servidas con las que los campesinos esperaban el paso del ejército patriota, un verdadero festín de banquetes en plenos caminos que descendían de los contrafuertes cordilleranos desde el oriente. San Martín y O’Higgins prefirieron el paso de Los Patos y la llegada silenciosa al valle del río Aconcagua por Putaendo. Esa estrategia tomó por sorpresa a las tropas realistas que esperaban a los patriotas a la altura de Talca donde unos pocos batallones y montoneros cruzaron bajo las órdenes de Ramón Freire, como las de Gregorio de las Heras que descendió hasta Guardia Vieja desde Uspallata, ambos para despistar a los españoles. Eran los primeros días de febrero y los españoles se disponían a defender la capital más allá de sus extramuros.
En la hacienda de Chacabuco, la mañana del 12 de febrero, con un ataque algo atolondrado y sin esperar las instrucciones de San Martín, las tropas de O’Higgins arremetieron contra los batallones de Rafael Marotto, se sumaron casi inmediatamente los ejércitos de Soler por la derecha y los del propio San Martín por el centro, en pocas horas los patriotas eliminaron las defensas españolas, lo que produjo la dispersión de los soldados y la rendición de los realistas permitiendo una entrada tranquila a la capital por los campos de Colina.
Hoy, junto a la carretera de Los Libertadores que une las ciudades de Los Andes y Santiago podemos ver el inmenso y silencioso memorial que desde 1968 simboliza esa emblemática batalla.
Esa fecha quedó grabada en oro en la naciente república, tanto que a partir de 1818, ese 12 de febrero, como recuerdo de esa gloria militar, O’Higgins investido ya como Dictador Supremo, decide hacer un solemne acto conmemorativo con una inédita Firma de la Independencia, hecho que hasta hoy lo disputan las ciudades de Concepción y Talca, y que vendría a ratificar institucionalmente algo que se había conquistado por la fuerza. La disputa obedece a que O’Higgins andaba en campaña por esas tierras entre el Bio-Bío y el Río Claro intentando aniquilar las últimas fuerzas monárquicas asentadas en Talcahuano. Al Dieciocho de Carrera entonces se suma en las efemérides tempranas, el Doce de febrero de O’Higgins, que resignificarían las gestas chilenas en su derrotero libertador.
Cinco
Apenas un mes y medio después de la Firma, y tras la sorpresiva derrota patriota en Cancha Rayada, en las afueras de Talca, las tropas de Mariano Osorio se acercaban a Santiago… en torno a los adobes de las casonas de gobierno corría el rumor que O’Higgins había muerto, el pánico cundía en el entramado urbano de la capital, se pensó que todo había terminado, que la Independencia había sido sólo un anhelo fugaz. Ante tal desazón, asumiendo el rol que le dictaba la historia y su conciencia, Manuel Rodríguez irrumpía en un nuevo Cabildo Abierto gritando “¡Aún tenemos Patria, ciudadanos!”, lo que volvió a entusiasmar a los criollos eligiendo a Rodríguez como presidente interino. Sin embargo dos días después, llegaba desde el sur el Director Supremo malherido a ocupar su lugar.
San Martín comenzó rápidamente a reorganizar el Ejército de Los Andes para preparar la defensa de Santiago del inminente ataque de Osorio que desde Talcahuano había avanzado en 50 días hasta la rivera del río Maipo. El 5 de abril de 1818, las tropas trasandinas (chilenas y argentinas, para ambos países el otro es un país trasandino) vencieron finalmente y en forma definitiva a Osorio que huyó raudo a Valparaíso junto con algunos sobrevivientes. Cuando todavía no se disipaba el humo de los cañones y se recorrían los pastizales en busca de heridos, O’Higgins aparece en el campo de batalla con su brazo en cabestrillo para abrazar a San Martín y a las Heras, a Hilarión de la Quintana y a Rudecindo Alvarado, comandantes respectivos de los ejércitos patriotas bajo el mando del prócer de Yapeyú. Los grandes triunfadores de Maipú, como está inmortalizado en el estupendo cuadro de Pedro Subercaseaux.
Motivos sobraban para que los chilenos, en la Chimba, al otro lado del Mapocho, conmemoraran por largos días la proeza trasandina del triunfo final frente a una España que aún estuvo muchos años en América Latina intentando rearmar su imperio.
Las tres fiestas, la de Carrera, la de O’Higgins y la de San Martín siguieron celebrándose hasta 1837. Ese primer dieciocho de septiembre de 1837, como fecha única, fue sin Portales ya que tres meses antes había sido asesinado en Valparaíso, una paradoja tratándose quizás del gestor de esta idea de reducir a una la fecha de celebración.
A partir de entonces ese Dieciocho comenzó a simbolizar los hitos de nuestra independencia de España, la construcción de una República, el surgimiento de una nacionalidad mestiza, nutrida cada cierto tiempo, de acuerdo a las circunstancias de distintas oleadas de inmigrantes que han visto a reconocer a esta Historia como la propia.
Mismos sueños
Son las fechas de las cuecas y chinganas, de charqui, empanadas y fondas; de tonadas, marineras y cabalgatas, donde, como en casi toda fiesta popular, por unas noches son iguales ricos y pobres, afortunados y desdichados, compartiendo la misma copa de chicha y vino para darle sentido e identidad quizás no a un territorio ni a una historia común, sino al derrotero que hace tanto comenzaron a caminar los hijos de esta patria que, como hoy los hacen aquellos que han elegido a Chile para vivir, hacen de esta suma de historias individuales, las de entonces, las de ahora, las de ellos, las nuestras y las de todos, las fechas que simbolizan el destino definitivo de los mismos sueños.
A los 91 años falleció en Suiza el emblemático director de cine francés Jean-Luc Godard, nombre clave en la renovación del lenguaje del cine en los años 60 y fundador de la Nouvelle Vague, una de las escuelas más innovadoras de la cinematografía.
Sus filmes, siempre al filo del escándalo y la utilización de un fraseo, si habláramos en términos jazzísticos, de gran intensidad narrativa y expresividad sonora, sabía amalgamar adecuadamente tres de los factores esenciales del séptimo arte, como son la sustancia filosófica y antropológica de su expresión, temáticas cuya apariencia circunnavegaba tópicos simples aunque con profundos alcances humanistas y una puesta en escena siempre provocadora, rompiendo los paradigmas del lenguaje cinematográfico a la fecha.
En la década de los 60’s Godard filmó más de 25 películas, muchas de ellas verdaderos clásicos del cine, pero a partir de los años setenta su cine se complejizó tanto que perdió la frescura de sus filmes iniciales, y su profusa obra a veces impidió tener una filmografía pareja en términos de calidad, aunque siempre haciendo un tremendo aporte al cine de autor, etiqueta de la que fue fiel hasta sus últimos días.
Comparto un par de links con películas formidables de Jean-Luc Godard, sin duda, para mí unos de los más grandes directores de cine de la Historia.
Nos hemos farreado un proceso constituyente, de eso a mi juicio no cabe duda, y al respecto, uno esperaría una autocrítica, una de verdad.
El mandato democrático de la ciudadanía se frustró frente a un texto constitucional que no representó ni de cerca a las grandes mayorías nacionales, las esperanzas genuinas de redactar una nueva carta magna que corrigiera los problemas de fondo de nuestra convivencia ciudadana, que actualizara las demandas de la gente por un país más solidario. Sin embargo, en vez de hacer eso, nos confundimos en asuntos accesorios que hicieron ruido desde un principio, desplazando los temas importantes por voluntarismos e ideologías, redundando en un proceso limpio, hermoso, pero finalmente fracasado en sus objetivos superiores.
Es un fracaso de todos, cual más cual menos, pero sobre todo de quienes tuvieron la responsabilidad de representar a sus electores con honestidad y espíritu republicano; fallamos en la decisión democrática y ciudadana de dotarnos de un cuerpo legal que representara a la inmensa mayoría de los chilenos.
Desde el primer día hubo señales que podían anticipar este hecho, aunque por cierto, no queríamos verlo o lo minimizábamos, nos hicimos los lesos, justificando con simplismo cómplice que lo que pasaba era por tantos años de postergación y que había que tolerar algunos excesos simbólicos de la instalación de la Convención. Que era normal.
Lo mismo dijeron algunos dirigentes políticos entonces en la oposición cuando se saqueaba el comercio, se quemaban las micros, los camiones en la Macro Zona sur, y que ahora en el Gobierno, se esmeran por mantener medidas que antes tanto criticaron. No es un tema de derechas ni izquierdas sino de consecuencia política, que desgraciadamente pocos pueden mostrar. Doble estándar que también afectó al juicio político de la ciudadanía por un proceso que era simbolizado por este gobierno de los máximos morales. Me recordaron por momentos las declaraciones desafortunadas y arrogantes de los tecnócratas de Piñera en su segundo gobierno que tanto daño le hicieron al país y su ceguera absoluta para canalizar los esfuerzos reformadores de Bachelet 2.
El día inicial de la instalación constituyente fue un bochorno, y también fue una señal; los disfraces, las posturas maximalistas, los convencionales de voz en cuello increpando a la funcionaria; las escaramuzas en el barrio cívico, las lacrimógenas en el entorno, la indiferencia frente a los símbolos nacionales, el desparpajo en las declaraciones, una fiesta de verdadera democracia convertida en un malón. De las comisiones, las vocerías caóticas, los ofertones absurdos casi todos rechazados en la sala; Rojas Vade y la debilidad de la mesa en criticar lo que era absolutamente criticable, la indiferencia frente a los atropellos, a las funas, a las agresiones verbales e ideológicas, era un verdadero juego de revanchas, de descalificaciones al que piensa distinto; y los moderados, muchas veces al medio, entre absortos y deprimidos, cabizbajos, preguntándose por su propio destino en los días del bigbang constituyente, mirando como desde afuera de una vidriera cómo nos empezábamos a farrear la oportunidad histórica de amplias mayorías.
Pero ahí estaban las listas de los pueblos desgranadas como tantos otros, que no eran sino la suma de individualidades enojadas incapaces de transformar sus enojos en diálogos, y menos en diálogos con capacidad de escucha. Los juzgamos por los resultados, sin duda, pero se veía venir. Es cierto que de a poco la cosa se fue ordenando, gran rol desempeñó Gaspar Domínguez, desde la vicepresidencia en la segunda mitad de período, puso moderación donde había exceso, generosidad donde hubo miseria, pero ya era tarde, algunos empezaron a hacer la pega de destacar el caos de la Convención, aprovecharon su minuto dorado, era que no; pero son los convencionales los responsables, por darse el gustito de un intento refundacional innecesario, exagerado, desmedido; el borrar de un plumazo la Historia, al menos la reciente, para rehacer una nueva historia como si las historias tuvieran puntos de partida como un cuaderno nuevo, y lo que es peor, una nueva historia con muchos lugares comunes aunque ninguno de reencuentro, sin épica ni ética, desprovisto de un mínimo sentido de realidad, una historia que no se supo comunicar bien de qué se trataba, cuál era, porque uno mira para el lado, lejos y cerca y no se avizoran experiencias constitucionales como la que se intentaba fundar.
Un mezcolanza de buenas intenciones (algunas muy buenas), por supuesto la mayoría bien inspiradas, pero opacadas por un evidente debilitamiento en la separación de los poderes republicanos, una composición plurinacional en todas las instituciones públicas como una especie de premio de consuelo por tantos años de ninguneo, en los organismos de designación de jueces, la plurinacionalidad como entelequia que no sólo no ayuda en nada a la verdadera inclusión de los pueblos originarios ni el la resolución de sus más caros problemas, sino que además crea una ficción jurídica de un país que nombró como “chilenos” a todos los pueblos convocados en la fundación de la república, hijos de españoles, criollos, inmigrantes, y al amplio proceso de mestizaje producido desde 1818 en los albores de la patria; o la eliminación del senado en una especie de solucionática del Sofá de don Otto para corregir aspectos negativos en la composición de la Cámara Alta, y una serie de propuestas que no hay que ser un experto constitucionalista para comprenderlas como ajenos a la voluntad sincera de cambios de la ciudadanía en esa marcha de la paz multitudinaria del 25 de octubre de 2020, y quizás ni siquiera a aquellos que haciéndose parte del estallido social venían en reivindicar la necesidad de una “modernización capitalista” más ecuánime, lo que no es del todo descartable; en fin, lo que nos presentó a la ciudadanía en sus múltiples demandas de justicia social, paz, equidad, trabajo, bienestar muy alejados de los discursos revanchistas en extremo ideologizados descritos anteriormente.
La gente no es tonta, no puede ser inteligente para votar con un 78% “Apruebo” en la entrada del proceso constituyente y tonta a la hora de la salida, o al revés. Si es tonta siempre, se explicaría porque algunos aborrecen la democracia liberal. Tampoco se trata de los millones de dólares de la derecha en favor de una campaña de desinformación, no los medios de comunicaciones en manos de ésta los responsables de la catástrofe, no las vocerías ineficientes del Comando del “Apruebo”, es la porfiada majadería de los sectores exaltados políticamente que hacen ver una peligrosa simetría a personajes como de uno u otro sector que ensimismados en sus propios ombligos, anclados en los ideologismos añejos de sus creencias religiosas (porque hacen del mercado y del marxismo respectivamente verdaderos actos de fe) ser capaces de creer que el sol se puede tapar con una mano y que los modelos de sociedad que proponen se resuelven a puños y barricadas, verborrea populista o en la calle defendiendo los procesos que los votos y la democracia les esquivan.
Por eso resulta sorprendente la falta de autocrítica, al menos el interés inicial por analizar los procesos políticos a fondo, más allá de las circunstanciales ganancias partidistas tras el fragor de estos enormes actos cívicos. Como se ha escrito mucho en estos últimos tiempos, la crisis de la democracia representativa, no es ni de lejos el fin de la democracia representativa, es el debilitamiento de la ética política como herramienta necesaria en la representación de las ideas de gobierno como en canalizar los mejores liderazgos para llevar a cabo esas ideas. Pareciera que los partidos en el último tiempo han estado más preocupados del poder en sí mismo más que utilizar el poder en instalar un paradigma ético que represente fielmente las necesidades de la población, las demandas ciudadanas, que vieron en esas ideas la legitimidad de las acciones políticas. Como ese liderazgo se ve desgastado y a las autoridades con discursos grandilocuentes alejados de las verdaderas necesidades, a la vuelta de la esquina la gente que te entregó su apoyo, te da vuelta la espalda rápidamente. Por eso declarar haber avanzado en 20 días más de los que el país avanzó en 20 años, parecía una declaración tan patética y sin sentido, igual que pretender borrar de un plumazo los avances realizados en los últimos 30 años de democracia. A eso se suma un discurso ambiguo respecto de la violencia, los errores de un gobierno inexperto lleno de honestas convicciones y al mismo tiempo carente de certezas políticas, lo que dificulta su despliegue político y la redacción de un relato coherente que dé sentido a las grandes masas ciudadanas ávidas de cambios reales más que discursivos y excluyentes.
Cuando creemos ser poseedores de una verdad única y excluyente, cuando quienes opinan distinto son enemigos y sus ideas hay que combatirlas con la fuerza de la violencia verbal e incluso física, es que el problema ya no es la democracia sino los valores más caros para la construcción de una sociedad amable, generosa, tolerante, libertaria y empática. Si eso falla, la confrontación surge con la fuerza de un péndulo que tras el impulso de su propia fuerza cinética viene a arrasar todo sin importar los efectos ni las consecuencias, menos detenerse a reflexionar si mis verdades no ameritan revisiones, o si las verdades ajenas no pueden eventualmente nutrir las propias de ideas frescas, planteamientos necesarios para ponernos de acuerdo en lo que nos es común y establecer parámetros generosos a la hora de renunciar a las propias ideas para integrar otras.
El texto constituyente rechazado ampliamente por la ciudadanía es una oportunidad para deponer las frases retóricas y altisonantes, las verdades talladas en piedra, los gustitos personales, las reivindicaciones populistas de cualquier tono, los paradigmas añejos, las posturas maximalistas enceguecidas de voluntarismo, y reemplazarlas por caminos de encuentro, argumentaciones construidas desde la evidencia, empatía con el otro, sentimientos fraternales que nos permitan reconocer al otro como un otro válido.
Las grandes mayorías al parecer quieren cambios con moderación, transformar las frustraciones en proyectos posibles, una sociedad más justa y equitativa, pero para ello es necesario que desde el fracaso de este proceso, en el sentido de no haber sido capaz de darle viabilidad a un trabajo constituyente, se construya una verdadera autocritica sin mirar al frente ni al lado, reflexionar en profundidad los propios errores, tratar de tomar distancia de la coyuntura, de la inmediatez de los cálculos políticos y electorales para volverse en uno mismo y pensar qué pude haber hecho mejor, a qué renunciar para que el otro pueda dialogar conmigo, qué dejar de lado para que sea posible un sueño colectivo, qué poder aportar a mis adversarios para que trabajemos juntos.
Septiembre ha sido el mes de la primavera, por eso el 18 fue la fecha que arbitrariamente se eligió para conmemorar el nacimiento de una nación, dejando atrás los 12 de febreros y los 5 de abriles con los triunfos de Chacabuco y Maipú, respectivamente, como símbolo imperecedero de una patria que vuelve a nacer después del oscuro invierno, pero como en otros septiembres asistimos de nuevo, aunque espero que por última vez, al fracaso de una nueva primavera.
Hoy todos quieren dar garantías, certezas, confianzas a los electores de su posición; entregar señales que pavimenten un resultado que convenga a los sectores en disputa. Aprobar para reformar, con iniciativas gubernamentales declaradas, con un oficialismo que ya ha entregado un listado previo de temas que en la eventual nueva Constitución deben modificarse, ajustarse, “perfilarse” en palabras de un retractado dirigente del PC. Otros, algunos dirigentes del Frente Amplio, han planteado incluso, que esos cambios no deberían ser sólo “cosméticos”. En el bando contrario, hay amplios acuerdos para ver, en el caso que gane el “Rechazo” cuáles serían los artículos para reformar, las ideas a corregir, manteniendo lo central que la propuesta trae en términos de cambios sociales profundos.
Curioso, porque matices más, matices menos -salvo de sectores más comprometidos con sus causas maximalistas que plantean dejar todo igual-, sea aprobada o rechazada la nueva Constitución, las más amplias mayorías parecen acercarse a un gran acuerdo nacional, una nueva Constitución necesaria, morigerando aspectos que en la nueva propuesta resultan críticos para ambos sectores. Son temas más o menos importantes, detalles, como decía, matices que es lo que se ha venido discutiendo antes de la histórica fecha, y probablemente lo que se seguirá discutiendo tras el plebiscito, salvo que, claro está, el rechazo o el apruebo se disparen en porcentajes hasta ahora no previstos por las encuestas y que por lo visto se mantendrá en un margen apretado más allá de los particulares entusiasmos de los partidarios y los partidistas.
Al parecer habría una amplia unanimidad, un punto donde una gran número de chilenos parece reencontrarse, al menos los sectores mayoritarios de derecha, centro e izquierda, en la necesidad de profundizar reformas institucionales que transiten hacia un Estado de bienestar que logre mayores estándares de igualdad entre todos los chilenos, sin hipotecar nuestra historia republicana, las instituciones, ni debilitar nuestra democracia disminuyendo los mecanismos de control o desequilibrando los poderes del Estado.
Un plebiscito de blancos y negros tiende a polarizar la discusión, extremar argumentos para canalizar las voluntades por las ideas excluyentes, que, sin embargo, no se ha percibido tanto en esta elección, no se respira un ambiente tan polarizado como uno hubiera esperado, los rechazo para reformar, y los apruebo para reformar son las ecuaciones que han dominado la discusión y han quitado dramatismo al plebiscito. Es cierto que igual algunos despotrican contra los otros como si la disidencia fuera un pecado, o que los unos creen ser poseedores de la verdad, pero no es así, hay espacio para la construcción de un nuevo futuro para todos si todos nos ponemos de acuerdo de verdad en los temas de fondo más que en lo artificioso de una discusión ideologizada.
Yo la verdad es que soy optimista, como siempre. Al parecer, más allá de las sombras de cualquier proceso o de las voluntades violentistas de algunas ruidosas minorías, la esperanza de un nuevo diálogo ha abierto las puertas para continuar una discusión constituyente que lejos de terminar, como ya se ha dicho, pareciera que desde el 4 de septiembre será una nueva etapa de reflexión y diálogo, como debería ser siempre en una democracia madura, dialogante y respetuosa.
Aunque es conocido el poco interés del arzobispo de Santiago, cardenal Celestino Aós por aparecer en los medios de comunicación, me había llamado la atención el prolongado silencio de la Conferencia Episcopal ante el proceso constituyente. Pero tratándose de la Iglesia no dejaba de ser raro que su travesía por el desierto, salpicada de un creciente descrédito por las destituciones y nombramientos obispales tras la crisis de los abusos, haya venido acompañada de una actitud prescindente tanto en la discusión constitucional como en otros temas de la agenda nacional en los últimos años.
Sin embargo hoy, a pocas semanas del plebiscito de salida, los obispos reaparecen en la discusión pública con un documento ofreciendo una serie de “orientaciones” a la opinión pública y alguna crítica al párrafo constitucional que consagra la libertad de la mujer en relación a la interrupción del embarazo. Nada nuevo, nada sorprendente. Consejos obvios ya entregados muchos otros y sabidos por todos, como eso de “discernir informado”, de votar “en conciencia”, de poner el bien común del país por delante, etcétera. Poco aporte poca sustancia. Y respecto de la interrupción del embarazo, ninguna cosa que no hayamos escuchado antes, incluso, desde el punto de vista “valórico”, nada nuevo respecto de la situación actual del aborto por las tres causales.
Es evidente que, más allá de la influencia minoritaria de sectores ultra conservadores vinculados a grupos de poder, hace rato que la Iglesia, en términos de su peso en la discusión política, ha venido perdiendo influencia en el país (¡qué decir en el plano internacional!). La secularización de la nueva sociedad, el vertiginoso descenso en las cifras de personas que se declaran católicos, a su vez el aumento de la cantidad de agnósticos y ateos, la prescindencia absoluta de enfoques religiosos en la labor parlamentaria, el reconocimiento expreso de la nueva Constitución respecto a la condición laica del estado, conforman un escenario nuevo y largamente anhelado de un país que, sacudiéndose de sus prejuicios decimonónicos, entra en una etapa de modernización humanista desprovista de todo dogmatismo de fe y que profundiza una ética valórica universal, amplia, generosa y tolerante.
Hoy Chile ha cambiado, al menos existe la voluntad de avanzar hacia mayores estados de justicia social y democracia, de libertad y solidaridad, valores que ciertamente no son exclusivos de ninguna creencia religiosa, y que por el contrario, el humanismo laico abraza con comodidad.
Espero que ya pronto podamos superar la herencia simbólica que aún permanece en nuestra convivencia nacional, como lo sería dejar de abrir las sesiones del Congreso en nombre de Dios; sacar las capellanías militares en las FF.AA.; prescindir de los rituales religiosos en los actos del estado; y por cierto, lo más importante, eliminar definitivamente las clases de religión de la educación pública.